lunes, mayo 14, 2018

"El círculo de los escritores asesinos", de Diego Trelles Paz








PRÓLOGO

Estimado lector: lo que está a punto de leer no es una novela sino un documento testimonial. Los hechos aquí narrados pertenecen a una de las historias más negras de la vida cultural limeña aunque, dado su carácter provinciano, es probable que a nadie le importe. Permítame, sin embargo, justificar su existencia con el suceso delictivo que le dio forma: el asesinato de un joven crítico literario a manos de una pandilla de escritores de la que formé parte.

Lo que aquí confieso ya no me avergüenza: fui testigo de un accidente juvenil, una locura imbécil gracias a la cual he encontrado la mano bondadosa de Dios. Es, precisamente, esa luz espiritual la que hoy me guía y me da fuerzas para revelar lo ocurrido la noche que murió García Ordóñez.

Como ya he dicho antes, esto no es una ficción, y no lo es porque los autores de los cuatro manuscritos que lo conforman, si bien en un principio tuvieron el cínico afán de documentar la muerte de ese pobre hombre («algo así como el guion a cinco manos de un filme snuff», diría en su momento Larrita), después, cuando el acto dejó de ser un anhelo enfermo, los fueron escribiendo a salto de mata, en su mayoría desde el exilio, para demostrar su inocencia.

El primero de los textos que recibí fue el Manuscrito G. Sospecho que el mismo Ganivet, su autor, el único integrante del Círculo que no pudo abandonar el país, me lo envió desde prisión. El paquete me llegó a Francia con un remitente falso. No fue enviado por el correo carcelario. No puedo explicar cómo hizo para mandármelo, pero reconocí su letra. Dentro del sobre encontré un cuaderno deslomado y una ruma de escritos en papeles de todos los tamaños. El orden que el lector encontrará en el documento es el que he podido reconstruir siguiendo su numeración. En la medida de lo posible, mi transcripción ha sido fiel y, salvo algunos capítulos en los que la salud mental del autor conspira contra su lógica, el resultado es óptimo.

Sin pretender entrometerme, considero que el lector deberá leer con lupa este Manuscrito G. Por momentos parece el producto febril de un hombre que oscila entre el delirio y la lucidez. Un joven inteligente y rencoroso que sabe que se está pudriendo en un agujero negro. No sé por qué pero al pensarlo, no puedo alejar de mi mente la imagen de Pedro Páramo sentado en su silla, esperando la muerte mientras Comala agoniza. Sé que de haber utilizado este símil en una de aquellas noches del Círculo, tanto Ganivet como el Chato me hubieran mirado con lástima. Eso no importaría ahora si pudiera dejar de sentirme como el Ringo Starr de los Beatles, pero el Círculo nunca creyó en más democracia que la del talento y, por lo que entiendo, yo nunca lo tuve.

El Manuscrito Ch no me llegó ni diré cómo hice para sustraerlo. Si alguna certeza tengo es que le pertenece al Chato y, aunque él no sabe nada de esta publicación, espero que sepa perdonar mi infidencia. El texto fue escrito en Austin, ciudad a la que huyó trece días después de aparecido el cadáver del crítico. Del autor no tengo mucho que decir. Nunca supe si alguna vez fue mi amigo. La única seguridad que tengo sobre él, y casi diría sobre todos nosotros, es que estuvo enamorado de Casandra desde la primera vez que la vio y supo que nada en el mundo sería más difícil que tenerla. En muchos sentidos, el Círculo nació con ella o fue un invento de ella que todos aceptamos. ¿Quién era Casandra? No lo sé. Alguna vez creí saberlo, pero entonces no había Círculo y todo parecía más fácil.

Larrita solía decirnos que Casandra, si existía, solo podía ser una europea impostora haciéndose pasar por peruana; de otro modo no era posible en Lima. Larrita era un provocador natural, algo parecido al villano de un filme cómico. Aunque tenía reputación de patán entre los ajenos al Círculo, no pasaba de ser un tipo polémico e ingenioso que gozaba siendo incorrecto. Larrita era extravagante. Se declaraba conmovido con el ideario político de Lugones y enemigo acérrimo de Neruda, al que llamaba con sorna el Cavaliere della luna. Al igual que Mariano José Larra, el romántico español que se mató a los 28 años y del que tomó prestado el nombre, Larrita era cronista. Sus artículos de costumbres salían en Gorditos felices, una revista de ropa para gente obesa que administraba Matilde, la anciana mujer que lo mantenía; en ellos se afirmaba que la raza humana había involucionado por culpa de lo que él definía como zoocracia. No es de extrañar que el Manuscrito L justificase el asesinato de García Ordóñez, Larrita estaba convencido de que la muerte del crítico literario era un simple acto de higiene.

El manuscrito final es el C y todo parece indicar que Casandra es la autora. Sin embargo, tengo mis dudas al respecto. En primer lugar porque, aunque escribía con regularidad, jamás se atrevió a mostrarnos su trabajo. En segundo lugar por la manera en la que recibí el texto: un correo electrónico de Emilia que ni formaba parte del Círculo ni era muy cercana a Casandra. ¿Por qué no le he atribuido la autoría a ella? Porque, además de escribir con los pies, Emilia no estuvo presente la noche en que uno de nosotros eliminó a García Ordóñez y, a menos de que Casandra se lo contase, cosa que dudo porque desde entonces nadie sabe dónde está, no pudo saber lo que pasó.

En cualquier caso, después de leerlo, el lector tiene completa libertad para juzgar mi decisión. Le queda también la opción de pensar en mí como el verdadero artífice de todo y, aunque no tengo armas suficientes para demostrar lo contrario, confío en que las dudas desaparezcan apenas verifique el crimen en los periódicos de hace exactamente un año. No soy el autor. No puedo escribir más de tres páginas sin ceder a la tentación de romperlas. Mi labor es lo más cercana a la de un editor y, en la medida de lo posible, he intentado extenderla a la de comentador en caso de que no se entiendan las situaciones o palabras utilizadas por los autores.

Lo que sigue ahora son los cuatro textos y algunas breves anotaciones que he insertado al pie de las páginas. No tengo más participación en este documento. Dos precisiones finales. La primera es que ninguno de los autores figura con su nombre original. La segunda es que he decidido no incluirlos por miedo a las represalias de los afectados. Esta licencia, aceptando la cobardía de mi conciencia, la he extendido hacia mi propia persona.

Atte.
Alejandro Sawa Bordeaux, 10 nov., 2003.






Publicado por Candaya, Barcelona, 2005;
y en Desatanudos, Santiago de Chile, 2014.







Fotografía original de Alessandro Pucci












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